Emmanuel
Tornés Reyes, investigador y
crítico literario.
Aún
constituye un enigma para mí por qué un escritor tan relevante para las letras
cubanas y de América Latina como José Soler Puig (Santiago de Cuba, 1916-1996),
continúa teniendo escasa resonancia e insuficiente recepción nacional e
internacional, algo que resulta bien curioso si consideramos el papel decisivo
desempeñado por él en la configuración de la imagen narrativa de nuestra
Revolución, con ficciones de inusual atracción diegética y trazos ideoestéticos
memorables, aspectos que, sin duda, provocaron que su novela Bertillón 166
ejerciera una seductora impresión en la crítica literaria de su tiempo tras
obtener, en la edición inaugural
del certamen en 1960, el Premio
Casa de las Américas, galardón suscrito por las firmas de un jurado de lujo,
cuyos integrantes fueron Alejo Carpentier, Carlos Fuentes, Enrique Labrador
Ruiz y Miguel Otero Silva. Por otro lado, tampoco la inclusión de Bertillón 166
desde hace varias décadas en el programa
de español-Literatura de la enseñanza media en Cuba (noveno grado), ni
el hecho de haber recibido Soler el Premio Nacional de Literatura en 1986, han
resuelto el misterio.
Ni siquiera ha
ayudado a disipar ese silencio la aparición en 1975 de El pan dormido, sin duda
la novela cumbre de Soler. Es verdad que sobre ella han escrito elogiosamente
Ricardo Repilado (1975 y 1985), José Antonio Portuondo (1977), Mario Benedetti
(1977), Antonio Benítez Rojo (1979), Luis Álvarez Álvarez y Olga García Yero,
algunos de cuyos textos se encuentran en la Valoración crítica de José Soler
Puig (Editorial Oriente, 2006), preparada por Aida Bahr y Orestes Solís.
Por suerte, en
este año 2016, centenario del natalicio del novelista, el Instituto Cubano del
Libro realizó esfuerzos encomiables para recordar la trascendencia del
intelectual santiaguero mediante conversatorios, encuentros científicos sobre
su vida y obra, y presentaciones de varias de las novelas escritas por él
—entre ellas la que nos ocupa— en el contexto de la Feria Internacional del
Libro de La Habana y en las versiones provinciales de esta, acciones valiosas;
pero que, sin duda, deberán replicarse de forma sistémica en las labores
universitarias, críticas y editoriales si queremos que la obra de Soler sea
mejor conocida entre quienes, en Cuba y el extranjero, buscan leer lo más
valioso de las letras insulares.
A tal impulso
responden estas reflexiones en torno a El
pan dormido, obra proteica, pues tras cada relectura siempre nos sorprenden
nuevas aristas conceptuales y estéticas, como me ocurrió al volver a sus
páginas hace unos meses y revisar tres ediciones de la novela: la primera de 1975 bajo el sello de
la Uneac; la de Arte y Literatura, de 1977, en la cual suprimieron las erratas
de la anterior; y, por último, la de Letras Cubanas del 2015, con diseño más
apropiado y puesta a circular a partir de la Feria del Libro 2016.
Lo primero que
llama la atención al leer el libro de Soler es la supuesta in- trascendencia
del título, alejado de la habitual magnificencia de los rótulos del boom (por
ejemplo, El siglo de las luces, Paradiso, Cien años de soledad), lo cual, sin
duda, debe de haber desorientado por buen tiempo a los lectores cubanos, cuyas
experiencias literarias y paratextuales se circunscribían a la novelística
rectora de los años sesenta. Sin embargo, las relecturas del libro soleriano
fueron insinuando poco a poco otras dimensiones significativas y estéticas para
las cuales la insignificancia constituía un gesto intencional, una marca del
cambio de la noción de literatura que, a contrapelo del boom, había empezado a
manifestarse a partir de 1965 o 1966, pero cuyas señas no “percibíamos” o
tendíamos a rechazar entonces a causa del enorme efecto de las propuestas de
Carpentier, Fuentes, Vargas Llosa, Cortázar, Lezama, García Márquez y Rulfo en
nuestro gusto y competencia de recepción.
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Revista BNCJM 2-2016.indd 6 Año 107,
No.2, 2016
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